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Trump fortalece su discurso nacionalista y contrario a la inmigración


Donald Trump se otorgó un destino ante su pueblo. Líder de “una rebelión y un terremoto”, el presidente de Estados Unidos prometió “renovar el espíritu de América” y devolverle su grandeza. En un discurso de palabras mayores, repleto de golpes de efecto y fiel a los postulados que le llevaron la Casa Blanca, Trump ofreció una exhibición depurada de su nacionalismo y volvió a atacar a su presa preferida, la inmigración, causa de todos los males económicos: “Imponiendo las leyes migratorias aumentarán los salarios, ayudaremos a los desempleados, ahorraremos miles de millones de dólares y haremos seguras nuestras comunidades”, clamó.

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Trump fue más presidente que nunca. Traje azul, gesto adusto, eligió la solemnidad de su primera intervención ante el Congreso para mirar más allá de las bancadas del Capitolio y dirigirse a una nación fracturada. Un país dividido por un presidente que en solo 40 días ha derribado todos los patrones y puesto entre interrogantes el futuro de la nación más poderosa del mundo.

“Somos un solo pueblo, con un solo destino. Todos sangramos la misma sangre y saludamos la misma bandera. El tiempo del pensamiento pequeño ha pasado, hemos de tener el coraje de compartir los sueños que llenan nuestro corazón. Pido a todos los ciudadanos que abracen la renovación del espíritu americano. Pido creer en nosotros, creer en nuestro futuro y creer otra vez en América”, concluyó con la bancada republicana en pie y la sensación general de que, entre los suyos, había ganado la partida.

Su intervención fue una prueba de fuego. Con una valoración en mínimos históricos, Trump debía recuperar la iniciativa e inyectar nuevos bríos a unos republicanos. Pero también tenía que responder a una nación que aguardaba con ansiedad una explicación a los desafíos que él mismo ha planteado: el destino de los indocumentados, el fin de la cobertura en salud, la carrera nuclear, el terrorismo islámico, las explosivas relaciones con México, China o Irán. Bajo la cúpula del Capitolio muchas eran las grandes preguntas sobre la política de lo próximo y lo lejano. Trump lo sabía y a lo largo de una hora las fue recogiendo una a una para arrinconarlas, con la mandíbula tensa, pero sin perder los estribos, en una esquina del cuadrilátero.

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No defraudó a los suyos. Tampoco sorprendió a sus adversarios. Fiel a sí mismo, hizo sonar la campana de la división, distinguió entre inmigrantes y trabajadores, prometió reducciones masivas de impuestos para la clase media y mostró su desconfianza en todo aquello que no anteponga el interés estadounidense.

Conocedor del poder de los hechos notorios, los utilizo una y otra vez a lo largo de su discurso. El mayor llegó con la presentación de Carryn Owens, la viuda del primer soldado muerto durante su mandato. Su presencia junto a Ivanka, la hija predilecta del presidente, fue recibida con un atronador, largo e histórico aplauso de la Cámara. Una ovación que hizo olvidar por un momento que el padre del fallecido, un antiguo veterano, se había negado a recibir a Trump durante la recepción de los restos mortales y le había criticado por ordenar “sin motivo” el ataque en que murió su hijo. «Ryan dio su vida por sus amigos, por su país y por nuestra libertad, nunca le olvidaremos», dijo en tono solemne Trump.

Fue una victoria momentánea, efervescente, que devolvió la fe a los suyos. A un sector al que el presidente se dirigió una y otra vez, y al que ofreció las mieles de su patriotismo económico, ese republicanismo de nuevo cuño que él y su estratega jefe, el extremista Steve Bannon, quieren elevar a ideología nacional. “Hemos gastado billones de dólares fuera, mientras nuestra infraestructura doméstica se derrumba. El primer presidente republicano, Abraham Lincoln, ya advirtió que el abandono de las políticas proteccionistas produce miseria y ruina entre el pueblo. Y hoy tenemos 43 millones de pobres y 49 millones de desempleados”, afirmó.

Ante este escenario, prometió una reconstrucción nacional basada en una inyección en infraestructuras de un billón de dólares. Un plan destinado a lograr la reactivación de la economía y donde, como siempre, volvió a azuzar el odio contra el inmigrante y a alentar los peores instintos de su base electoral, la masa blanca y obrera depauperada por el declive industrial. “Traeré de vuelta millones de empleos. Proteger a nuestros trabajadores significa reformar nuestro sistema legal de inmigración. El actual rebaja los salarios de nuestros trabajadores más pobres. Hay que cambiar el sistema de inmigrantes poco cualificados y adoptar uno de mérito”, explicó. Y dirigiéndose a los congresistas, recordó la creación de una oficina de atención a las víctimas de ataques de inmigrantes indocumentados: «¿Qué le dirían a una familia americana que pierde su trabajo, sus ingresos o a un ser querido porque América rechaza hacer cumplir sus leyes y defender sus fronteras?».

Consciente de que para materializar sus objetivos necesita el apoyo de su partido no dudó en abrirles los brazos. Sus apelaciones a los republicanos fueron constantes y las combinó con una llamada a superar las diferencias partidistas. Para el plan de infraestructuras, el fin del Obamacare y la reforma educativa pidió el apoyo de ambas formaciones. Lo hizo adoptando una postura arbitral. Buscando estar más allá de la pelea diaria. Mirando el futuro y evitando el cuerpo a cuerpo.

Repitió el gesto con la política exterior. Ninguno de los países que suele citar, Irán, China o Rusia, aparecieron en su discurso. Ni siquiera figuró México al hablar del muro. Incluso ensalzó la colaboración con los países musulmanes en la lucha contra el terrorismo islámico.

A lo largo de 60 minutos, fue más contenido, pero no dejó de ser Trump. Grandilocuente y con ínfulas de visionario, ofreció un festival de sí mismo. Posiblemente entusiasmó a sus votantes. Muchos, por primera vez, le vieron como un presidente. Al abandonar el Capitolio, se le veía satisfecho.


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